domingo, 29 de abril de 2012

Sin tiempo en el Cabo Polonio


Por César Bianchi

Cabo Polonio es una notable alternativa a las taquilleras playas de Punta del Este o José Ignacio. Pero, además, este reducto hippie en la costa del departamento uruguayo de Rocha es el destino al que la industria turística le está echando el ojo. Lo que sigue es un recorrido -sin reloj- para ver qué tiene "el Polonio" que atrae a tantos.  

En la pared del hostal de Pancho hay un reloj enorme, cuyo minutero gira en sentido contrario: cuando muestra 25 minutos para las 11, en realidad dice que son las once "y 25". Nadie le da bolilla al reloj. Es una alegoría del lugar, el Cabo Polonio, un balneario cosmopolita y desprejuiciado donde los lugareños no usan reloj.
En la misma cocina del hostal no hay horno microondas para calentar el café con leche. Bah, tampoco hay luz eléctrica. Sí hay libros apiladitos en castellano, inglés, portugués y francés; hay una repisa con alimentos donde destaca un paquete de polenta para preparar; hay un convertidor de energía que gracias a un molino logra que llegue a 220 kilowatts de potencia; hay una heladera vieja con un escudo de Peñarol y una bandera que dice "Cabo Polonio resiste. Youth against establishment" y es, como toda bandera revolucionaria, roja y negra. Y hay una jarra para calentar la leche.
El dueño del alojamiento, Pancho Blanco, cuenta que se cansó de viajar a Europa como representante de la AUA, la Asociación Uruguaya de Artesanos, y que un día le ofrecieron quedarse a cuidar una casa en el Cabo Polonio y se estableció. El paquete de polenta -explica- está ahí intacto para recordarle lo mal que la pasó al principio en esta suerte de far west. Y si tiene reloj -pulsera, pero que más parece de pared- es porque se lo acaba de regalar un huésped suizo a modo de agradecimiento por no cobrarle un par de noches. Si fuera por él, no usaría.
-¿Para qué?
En el hostal, un fin de semana caluroso de noviembre, hay un uruguayo que vino a buscar empleo por la temporada para luego seguir su periplo mochilero por América Latina; una pareja alemana de vacaciones, igual que una argentina recién recibida de profesora de francés; una brasileña que trabaja en turismo y vino a ver el lugar del que tanto le hablaron; y está el suizo del reloj quien, harto de su rutina, recaló en Montevideo y de ahí se vino al Polonio donde -dice- se quedará a vivir.
Por la ventana del hostal se ve el Polonio: un balneario sin edificios, sin electricidad ni alumbrado público, con saneamiento precario y transporte heroico; sin cines ni teatros para los días feos, sin casinos ni cinco estrellas. En todas esas carencias radica su encanto. También en el pan casero que hace la Chela, en su arena finísima, en sus lobos marinos descansando en la roca y en su faro, declarado monumento histórico en 1976 y que dispara destellos lumínicos cada exactamente 12 segundos.
De noche, el Polonio es un manto oscuro que se ilumina intermitentemente con esos disparos que homenajeó Jorge Drexler en una canción.
Hay que decirlo de entrada: el Polonio se puso de moda. Por eso hay turistas extranjeros todo el año, y llegan artistas rioplatenses a cantar o a inspirarse.
Comenzó como sitio de culto, restringido a los escasos pobladores de siempre que vivían de la pesca artesanal y a los turistas amantes de la onda hippie. Hoy la fisonomía del lugar cambió: impulsado por la afamada guía turística Lonely Planet llega gente de todas partes a conocer de cerca la magia de descansar renunciando al confort. Aquí se encuentran con más: con un roquerío a 15 metros del océano, con dos islas, el faro majestuoso y, al frente, decenas de lobos marinos en su hábitat.
Precisamente, en 1914 el poblado nació como una extensión de la explotación lobera y la pesca artesanal. En los años ochenta comenzó a atraer un público juvenil, pero en los noventa la cosa se complicó: la población estable comenzó a crecer, la construcción se volvió anárquica y los planes de forestación pusieron en tela de juicio el leit motiv del lugar. El gobierno tiró abajo asentamientos irregulares y se prohibió el ingreso de vehículos motorizados, aunque cada tanto se ve alguna 4x4 de dueños con ciertas prebendas.
Diana Glusberg, productora y representante de músicos argentinos y brasileños, toma sol apenas con un pareo, recostada en una reposera. Ha llevado a Montevideo al español Albert Plá, a Milton Nascimento, a Fito Páez y al Flaco Spinetta. Es porteña en todo, pero tiene rancho en el Polonio hace 20 años y no se imagina este lugar con hostales ecoturísticos, sin el espíritu de los criados acá.
-¿Qué sería de este lugar sin los pericos, los popeyes, los lujambios y las chelas?
Ésa es la lista de los que se quedan en el Cabo en invierno, cuando el frío es cruel y la pesca se complica por demás.
El Cabo Polonio es mágico, es lo que todos repiten. Entonces, es entendible que su acceso sea dificultoso: no a todos los mortales nos es dable el don de la magia. Se puede acceder al sitio caminando por la playa de Valizas (kilómetro 271 de la Ruta 19) o en los camioncitos que viajan repletos y que atraviesan dunas gracias a sus neumáticos reforzados, por 150 pesos, unos 7,5 dólares por persona. Las dunas, de 20 metros, se desplazan por el viento, linderas a las aguas del Atlántico.
A todo eso y a poder andar sin reloj le llaman "magia", porque "embrujo" es una palabra más complicada. Un graffiti deja bien claro el mensaje:
"Aquí, lo único que corre es el viento".
En el camión al balneario viaja gente de varias nacionalidades que, minutos antes, llenó un formulario para ingresar al Parque Nacional Cabo Polonio (¿de dónde viene? ¿cuál es su nivel educativo? ¿es la primera vez que llega? ¿dónde piensa alojarse?). Leonardo y Valeria son uruguayos, treintañeros y se les nota que son del departamento uruguayo de Rocha porque dicen "tú" en vez de "vos" y conjugaciones esdrújulas como "siéntate" o "tómalo". Viajan con Joaquín, que duerme plácidamente, impertérrito ante los coletazos del camión entre las dunas de arena. Es la primera vez para Valeria, ama de casa, pero su marido ha venido varias veces. Trabaja en Agroland regando viñedos con bombas y válvulas, y desde hace años viaja al Cabo a trabajar en cables de alta tensión que pasan sobre el lugar para darle energía eléctrica a la vecina Valizas.
-Acá la gente viene al natural, porque no hay luz, no hay internet. Creo que esta mina que está al lado es alemana -dice Leonardo.
Kristel, rubia rubia, es de Berlín y llegó al otro lado del mundo porque le hablaron de este balneario tan particular. Media hora después se hospedará en el hostal de Pancho, uno de los cuatro del lugar.
Marcela, la profe de francés que también sucumbió a la curiosidad, pide que la bajen en "El Lujambio", porque así le dijeron que tenía que pedirle al chofer. Cree que es el nombre de una parada, pero es un almacén. Todos hablan "del Lujambio" o "lo de Lujambio", pero el mercadito se llama El Templao y es destino obligado.
Lujambio (Francisco se llama) cuenta que sus antepasados, un grupo de emigrantes vascos, naufragaron en el Cabo en 1824, provenientes de Islas Canarias. Él nació en el hospital de Castillos, localidad cercana que sí tiene infraestructura de una ciudad como la gente. Lujambio vive todo el año de la diferencia económica que el almacén hace en la temporada estival. El almacén es bien de pueblo: tiene una foto de Gardel, otra de Gandhi, avisos viejos de cocacola, cervezas que no están frías porque la heladera funciona cuando quiere, y el autóctono pan casero de la Chela, una octogenaria fundadora del poblado.
-A mí no me dejan arreglar mi negocio -se queja Lujambio-. Le faltan servicios al turista, pero no nos dejan brindárselos. Quise poner una baranda acá -señala- y sacar la frutería afuera, pero la Intendencia Municipal de Rocha nos dijo que si queríamos hacer arreglos, teníamos que firmar un documento donde decía que renunciábamos a nuestro bien y hoy o mañana lo pueden tirar abajo. O sea: puedo arreglar mi comercio, pero pierdo el derecho a mi propiedad -explica.
La preocupación de Francisco Lujambio es la de los demás lugareños. El auge del Polonio alertó a los oportunistas y también al gobierno, que quiso poner orden. Así las cosas, el Estado pretende demoler un centenar de casas construidas ilegalmente en tierras fiscales y ahí construir resorts. Es que en 2009 Cabo Polonio fue declarado Parque Nacional y se integró al Servicio Nacional de Áreas Protegidas por decisión del Ministerio de Vivienda.
Hay un documento preliminar de un Plan de Manejo elaborado por una consultora privada que explica la idea del nuevo Polonio: "Esta aldea se conservaría y reconvertiría, transformándose paulatinamente el stock residencial en posadas o en eco-hosterías", dice parte del informe que publicó el diario uruguayo El País. Ese documento será entregado a fin de año a la Comisión Asesora Específica de Cabo Polonio, integrada por los actores políticos y sociales del área, ONG ambientalistas y grupos de vecinos. Pero de los siete actores de la Comisión, cinco pertenecen al Estado y dos a los vecinos.
Lujambio explica la evolución del Polonio así: "Todo esto era un desierto de arena donde los campesinos se empezaron a retirar porque el mar tiraba grandes cantidades de arena y el viento destruía todo, entonces la gente de campo se fue porque no podía mantener ganado así. Pasó el tiempo y el Estado expropió, pero nunca pagó. Esto se transformó en tierra de nadie. Entonces, la gente empezó a construir ranchitos: primero vinieron los empleados de las loberías. Después, los pescadores, los bolicheros y de a poco se hizo un pueblo. Pero un día los vivos se dieron cuenta de que era negocio. El señor Tiznés, un ex propietario que nunca había pagado nada, pagó todo lo adeudado y ahí sí pasó a valer la pena".
La Suprema Corte de Justicia, máximo organismo judicial de Uruguay, sentenció dos veces que los pobladores son propietarios de los bienes, no así de la tierra. Por eso ahora los habitantes no quieren firmar un papel que los despoje de su pedacito de capital.
-Fijate que van a venir un día y van a decir: che, acá quedaría más lindo un Mc Donald's que venda hamburguesas con queso en vez del pan casero de la Chela... y te tiran abajo lo que la justicia dijo que es tuyo -dice Lujambio.
Dice que quieren destruir todo el pueblo, unas 400 viviendas, empezando por las cien que están del lado norte, el menos glamoroso, donde el alquiler de un rancho por día cuesta desde 40 a 80 dólares. Del lado sur, una vivienda en verano puede costar hasta 200 dólares diarios, prácticamente en el agua.
Lujambio ofrece otro servicio en su almacén: permite que el turista cargue la batería de su celular por 20 pesos (un dólar).
Francisco Lujambio, como buen vecino del Polonio, no usa reloj.
La famosa Chela Calimares es el alma-mater del lugar. Anciana de una edad indefinida, es algo así como la versión femenina de Gandalf, con su aura de sabia y todo, y eso que no terminó la secundaria. Se levanta todos los días a las 5.30 gracias a su reloj (biológico) para hacer panes caseros y vender en los tres almacenes del lugar o desde su propia puerta.
La Chela no entiende cómo sus vecinos se quejan de lo que planean el gobierno y algunos privados para fomentar el turismo.
-Si no se hacía nada, corrían al mismo turismo: recién ahora piensan en hacer un baño, en construir una policlínica, en hacer una terminal para que los visitantes no esperen el ómnibus al sol.
Dice que el censo estableció que son unas 25 familias viviendo todo el año, no más.
-Muchos se suman a la fama del Cabo, pero los de acá somos pocos. Somos nosotros los Calimares y los Veiga, los hijos de Mary Veiga. Bah, sólo queda la Olga Veiga, los demás hijos se fueron.
Chela, como todos acá, no goza del lujo de la electricidad, pero tiene panel solar. Le regalaron el panel y renueva la batería cada dos años: con eso puede prender la televisión, la radio y tener celular, sin pagar factura. Si necesita un doctor, debe esperar al que viene de Castillos cada 15 días y si se siente demasiado mal, bueno... tiene que buscar fuera del Polonio.
-Nosotros estamos de prestado en estas tierras, esa es la verdad... Estamos usurpando tierras ajenas; sabemos que esto es del Estado. Los ministerios nos dejaron hacer arreglos y yo me llevo bien con ellos. Que se preocupen por darles comodidades a los turistas me parece bien -dice.
A un par de cuadras de su casa, comida por el tiempo y la humedad, está la comisaría de Cabo Polonio. Curiosamente, no es el sitio a donde van presos los ladrones, sino el lugar a donde va la gente a ver el partido del fin de semana. Ese sábado jugaba Peñarol contra Rampla Juniors y había dos televidentes en la comisaría: el policía encargado Edgardo Molina y el niño Mateo, de 10 años, hijo de los dueños de la marisquería de enfrente.
Con la parsimonia exasperante de un rochense, Molina contó que hubo sólo cuatro denuncias por hurtos en el verano pasado y otras cuatro en invierno. Poca cosa. Lo que se da más seguido son los destrozos: gente que ingresa a ranchos deshabitados en busca de comida. Y denuncias de extravío: turistas que pierden documentos, llaves, anillos y que rara vez se encuentran.
Como lo de Lujambio, también los enchufes de la comisaría se usan para cargar el celular, pero el subcomisario no cobra. Tampoco por ver el partido.
El suizo se llama Frederick. Es ingeniero de sonido, pero dejó su empleo en Zurich junto con la rutina y se vino a la aventura con un bolsito y el libro La Conjuration des imbéciles del malogrado John Kennedy Toole. Es calvo, tiene ojos claros y pocas palabras. Dice que no tiene trabajo. Le pregunto cómo ganará dinero entonces y me contesta que no ganará dinero. Está claro: ya se adaptó al Cabo.
La carioca trabaja como azafata en la aerolínea TAM en el aeropuerto de Río de Janeiro. Eligió Punta del Este como destino de vacaciones, pero le hablaron del Polonio y vino por el día. Esto lo cuenta cuando ya va por su cuarto día de estadía. En el momento de la charla, un alemán delgadito hace la grulla de Daniel San de Karate Kid y lo imagino inhalando y exhalando.
La noche cae y el Polonio se ilumina apenas con algunas velas y con los destellos cada 12 segundos del faro al que le escribió Drexler.
Cuenta la leyenda que, un par de veranos atrás, el cantautor uruguayo llegó al Cabo y, cuando fue a comprar el pan de la Chela, lo hicieron esperar a propósito. Como para que sintiera el rigor de ser visitante en su propio país. "En el Polonio nadie es más que nadie", fue la moraleja que lanzó el que contaba la anécdota, parafraseando una frase de Artigas.
A la noche no hay muchos sitios para comer antes de la temporada. Uno es Lo de Dany, donde el menú más pedido es buñuelos de algas como entrada y arroz con mariscos como plato principal. En la mesa del lado hay una pareja conversando con incuestionable acento colombiano, lo que me da excusa para escribir un SMS a mi amiga paisa Ana María, que un año antes conoció el Polonio. Me contesta: "¡Mátame maldita envidia! Che, disfrútalo doble. Un pedacito x mí. Abrazo cálido hasta ese lugar MÁGICO!". No lo dice por las moscas (que abundan) ni por la bosta de caballo que hay que eludir, sino por lo dicho: el faro, la precariedad y magnitud de la naturaleza, los lobos marinos y no usar reloj, claro.
Después de la cena, el único lugar para ir a tomar una copa es Lo de Joselo.
Joselo Calimares, un pintoresco pescador ciego y gay, es hijo de Chela. Milita para que el Polonio no ceda ante el avasallamiento del progreso. Con 51 años pertenece a la cuarta generación de Calimares oriundos de este lugar que hace 30 años fue inhóspito. Perdió la vista a los 22 por un agudo problema en sus retinas. Recuerda con detalles cómo era su lugar: los médanos y árboles de la playa, támales que soportaban el embate del agua salada. Pero la marea, con el tiempo, se los fue llevando. Se plantaron pinos y acacias, pero ganó el empeño del océano.
En vez de atender distendido su boliche nocturno, Joselo se malhumora con la acción soberbia y dictatorial de Mario Batallés, director nacional de Medio Ambiente, a quien llama "Atila, el rey de los hunos". Dice que hace 15 años, una Navidad, mandó una máquina para demoler los ranchos y que ahora quiere seguir con el resto y privatizando dunas para felicidad de los turistas extranjeros.
-Quieren poner una chacra marina, tirar abajo mi casa y todo lo que tengo, para que su consultora ponga todo en orden para que la gente de mucha plata venga a tostarse -se indigna.
Joselo nunca usó corbata y sólo una vez se animó a salir del Polonio para trabajar. Extrañó y dos meses después volvió a la pesca de redes de arrastre de su lugar, esa que hoy está moribunda por los barcos brasileños y coreanos. Entre tanta bronca por la "traición" del gobierno de izquierda al que votó, Joselo Calimares rescata unas cuántas cosas de seguir viviendo en el Cabo. Ama estar cerca del mar y no necesitar salir a no ser para ir a un oftalmólogo.
Convencido de que mi teoría del no uso de reloj es el quid para entender el espíritu del Polonio, le digo:
-¡Y no usás reloj!
-¿Para qué voy a usar reloj si no veo?
http://buscador.emol.com/vermas/El%20Mercurio/Magazine/2011-12-18/106d9a7e-f71a-4887-a1d7-6686aa985e66/Sin_tiempo_en_el_Cabo_Polonio/


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